Incendios, desmontes y elecciones en Bolivia
Opinión • Stasiek Czaplicki Cabezas • 9 de enero, 2025 • Read in English
En los últimos años, la cuestión de las causas y responsabilidad por los incendios masivos y desmontes significativos se ha situado en el centro del debate público boliviano. En agosto habrá elecciones en Bolivia, que se enfrenta a una profunda crisis socioeconómica en proceso de gestación. Conviene, por lo tanto, profundizar sobre la disputa entre narrativas que explican por qué, pese a todo, no se cuestionan las raíces del modelo agroexportador ecocida e inequitativo.
En las últimas décadas los incendios forestales han sido recurrentes en Bolivia. Sin embargo, salvo en 2010 cuando una sequía severa desencadenó megaincendios sin precedentes, no fue hasta 2019 que alcanzaron magnitudes alarmantes. Por su parte, el desmonte, que comenzó a intensificarse desde 2016, ha seguido empeorando desde entonces.
Este proceso no solo ha agravado los efectos del cambio climático, que también se han intensificado, sino que ha degradado los ecosistemas, haciéndolos cada vez más vulnerables a los incendios. En la disputa pública, la politización de los incendios derivó en una escasez de información sobre la tenencia de las tierras desmontadas e incendiadas. Eso permitió la circulación de narrativas falsas empujadas por el poderoso sector de la agricultura industrial durante años.
Un difícil recuento desde un país en llamas
Cuando los megaincendios de 2019 alcanzaron niveles críticos, el gobierno de Evo Morales apuntó al cambio climático y al capitalismo global como los principales culpables. Esta narrativa, alineada con discursos progresistas internacionales, permitió evadir una autocrítica sobre las políticas públicas nacionales que favorecían la expansión agropecuaria, de la cual derivan los desmontes e incendios.
En oposición al discurso oficial, surgió una narrativa antagonista desde el agro boliviano que atribuía estos hechos a políticas de dotación de tierra que benefician a los “interculturales” o “colonos”, quienes son migrantes de tierras altas, que se asientan en propiedades colectivas que el estado les otorga en tierras fiscales, o sea que pertenecen al estado, del oriente. Son por lo tanto considerados como “colonos” y beneficiarios del favoritismo, atizando el racismo anti andino en el oriente del país, consolidándolos como los chivos expiatorios del desmonte e incendios.
Para el 2019, el movimiento indígena, que en los discursos oficiales del primer periodo del Movimiento Al Socialismo (MAS) era presentado como el actor central en la construcción de un ecologismo boliviano basado en el Vivir Bien y respeto a la Pachamama, ya se había desmarcado del gobierno.
No solo le habían quitado su respaldo al MAS sino que para el 2019 muchos se encontraban en franca oposición. El quiebre se originó en 2011 con la imposición del proyecto de la carretera por el Territorio Indígena y Parque Nacional Isiboro Sécure (TIPNIS). Desde entonces, el MAS fomentó dirigencias paralelas y marginó a las organizaciones indígenas críticas.
La negativa del gobierno a respetar la autodeterminación de las comunidades indígenas contra la carretera marcó un punto de no retorno, ejemplificado con la declaración de Morales: “Quieran o no, vamos a construir la carretera Villa Tunari-San Ignacio de Moxos”.
Este giro político no solo estancó la titulación de territorios indígenas a nivel nacional, dejando sin efecto el reclamo histórico de 11.4 millones de hectáreas aún pendientes; también inauguró una nueva era de expansión agropecuaria en alianza entre el gobierno nacional, la agroindustria y la ganadería empresarial y acompañada por los interculturales.
Simultáneamente, las ONGs ambientales fueron acusadas de manipular a los pueblos indígenas y fomentar críticas ambientales como parte de un colonialismo ambiental. Aunque por un lado estas acusaciones parten de críticas válidas al conservacionismo y oenegismo, por otro terminan siendo profundamente paternalistas.
Aquello llevó a una drástica reducción del financiamiento internacional del cual dependían las ONGs ecologistas, resultando en su gradual silenciamiento. Durante más de cinco años antes de 2019, casi no publicaron investigaciones críticas sobre el gobierno ni los actores responsables de los desmontes o incendios.
Durante años el gobierno toleró aún más los desmontes e incendios y dejó de divulgar información ecológica, agravando la falta de datos y transparencia que favoreció a las narrativas promovidas desde el agro boliviano.
A esto se sumó la narrativa de la defensa de la propiedad privada amenazada por avasalladores, proveniente de la historia latifundista del país que reaparece cada par de años y no es exclusiva de Bolivia. Aquella no cuestiona el origen ni las consecuencias del acaparamiento de tierra empresarial, pero en el caso boliviano tiende a asemejar a los avasalladores a los interculturales, señalando su vínculo privilegiado al MAS.
También se popularizó el pedido de “mano dura” contra los “incendiarios”. En un país como Bolivia eso implica penas de cárcel para los autores materiales de los incendios y no así para los autores intelectuales que se benefician del desmonte e incendios.
Rompiendo el silencio
Recién en 2022 obtuvimos información sólida sobre la propiedad de las tierras desmontadas y posteriormente en el 2023 y 2024 de las tierras incendiadas, lo que permitió comprender que estos fenómenos son impulsados por políticas públicas y una variedad de actores. Están involucrados los interculturales y también los traficantes de tierras, menonitas y, sobre todo, agroindustriales y ganaderos.
Los nuevos datos permitieron una problematización mucho más profunda y compleja, pero aún sigue en batalla con las narrativas dominantes que han calado hondo durante años. Es poco probable que contrarresten la noción promovida por el sector agropecuario y el gobierno de que la solución a la crisis socio-económica del país pasa por la profundización del modelo agropecuario del que deriva la crisis ecológica.
El gobierno de Luis Arce, también del MAS, tiene una propuesta de producción de biodiésel en un contexto de desabastecimiento fluctuante de gasolina y diésel, y defiende con mayor fuerza que el avance de la frontera agropecuaria es ineludible y necesario.
Sus posibilidades de cambiar de rumbo son limitadas y está atrapado por el espectro de ser tildado de anti-sector privado, en un contexto que alimenta el miedo de que la economía boliviana tome un rumbo parecido al de Venezuela, con escasez de productos e inflación de precios aún mayores a las actuales.
Paradójicamente, el sector agropecuario boliviano ha logrado posicionarse como un actor marginado del gobierno, a pesar de los generosos subsidios, beneficios fiscales y apoyo financiero que ha recibido gracias a su influencia política desproporcionada.
Este respaldo gubernamental contrasta con los aportes marginales del sector a las finanzas públicas y las concesiones nulas en términos de beneficios sociales. Incluso en momentos de crisis, como el conflicto político de 2019, la pandemia del COVID-19 y el retorno del MAS al poder, la alianza entre el gobierno y la agroindustria ha permanecido intacta.
Más recientemente, se ha fortalecido mediante decretos supremos y leyes que reprograman deudas, reducen tarifas de importación de insumos y maquinaria, y otorgan prebendas sin exigir compensaciones claras al sector.
Crisis ecológica de cara a las elecciones
En el contexto de las elecciones presidenciales de 2025, las propuestas emergentes de todos los partidos convergen en torno al apoyo al sector privado, argumentando que este habría sido abandonado por el gobierno del MAS. Estas propuestas, sin embargo, promueven la expansión de las exportaciones agropecuarias y, con ello, el avance de la frontera agrícola.
Entre los principales contendientes al MAS se plantean medidas como la eliminación de la propiedad colectiva campesina, intercultural e indígena, la liberalización total de las exportaciones agropecuarias y la adopción de un modelo económico capitalista desregulado.
Recientemente Huascar Salazar ha advertido sobre un preocupante escenario de “chantajismo progresista”, donde el MAS se posiciona como la opción más progresista sin ofrecer un cambio sustancial en el horizonte político o económico, perpetuando así el statu quo.
Según Salazar, los votantes cansados del MAS o de derecha, influenciados por la percepción errónea de que la actual economía es socialista, caen en la tentación de votar por más liberalización. Este panorama, marcado por la falta de voluntad política para enfrentar las raíces estructurales del problema, es desolador.
Ni el gobierno ni las fuerzas partidarias están dispuestos a desmontar las redes de relaciones económicas, financieras, sociales y políticas que sustentan este modelo agro-extractivista. Romper con este ciclo requiere mucho más que reformas normativas: implica un cuestionamiento profundo y una transformación radical que sólo puede gestarse fuera del aparato estatal y en oposición al gobierno de turno.
En Bolivia, la expansión agrícola no ha cumplido con las promesas económicas y sociales que justificaron su impulso. Hoy el sueño de un horizonte ecológico permanece lejano. Construirlo demandará un esfuerzo colectivo por desarticular el actual modelo agro-extractivista y sentar las bases de una economía verdaderamente inclusiva y sostenible.