Santa Cruz, entre epidemias e incendios
Opinión • Claudia Cuellar Suarez • 26 de mayo, 2023
Santa Cruz es el departamento que lidera la economía de Bolivia. También concentra el poder de las élites capitalistas, de sus formas de despojo y la maraña de desplazamientos y violencias que acarrea la agroindustria.
En las dos últimas décadas, la amenaza de destrucción de la biodiversidad albergada en las llanuras de Santa Cruz ha sido silenciada, porque los recurrentes conflictos políticos que hemos vivido opacan y confunden un debate que es urgente.
La crisis de los precios de los alimentos ocurrida entre 2008-2009 luego de las grandes inundaciones y de la crisis mundial de alimentos dio curso a la expansión del poder de la agroindustria. Subía en esos tiempos, rápidamente, el precio de la soya y también la cantidad de subsidios estatales para su producción expansiva.
En el 2010, como anuncio de lo que venía, vivimos los más grandes incendios que hasta entonces se habían conocido. Ardieron en aquel año aproximadamente 4 millones de hectáreas.
Hoy, casi 15 años después, la avanzada de despojos y fascismos ha generado un proceso brutal de desmonte, incendios, crisis de agua, epidemias y violencia vecinal y social que se vive a lo largo del departamento y se respira en la precarización múltiple de la vida.
Sin embargo, hay un mecanismo que queda oculto. La derecha en esta región intenta mostrar una y otra vez a los incendios por fuera del capitalismo y la izquierda que gobierna expone al fascismo separado de las lógicas de despojo.
La vida cotidiana en estos territorios y las luchas que brotan desde aquí son las que visibilizan cómo los fascismos y el despojo avanzan articulando la violencia en distintos ejes. Sólo la reflexión que surge desde los esfuerzos de muchísimas mujeres por garantizar el sustento, alcanza a desarmar la confusión que genera que en Santa Cruz mande la derecha aun si la izquierda está gobernando a nivel nacional.
En esta región, el cultivo de soya, una de las actividades económicas más beneficiadas por el gobierno del MAS, consolida constantemente un modelo de jerarquía y exclusión social que arrasa con la complejidad que implica sostener la vida.
“Para el cultivo de la soya, que es un proceso sumamente violento, va primero un desmonte donde hay que sacar el bosque de raíz”, me dijo Alcides Vadillo director de Fundación Tierra en Santa Cruz. “Hay que poner la tierra casi como mesa de billar para que la cosechadora no desperdicie las semillas y aproveche alrededor del 100% de la soya”.
El efecto de nivelar los bosques—de extraerlos de raíz —provoca un efecto destructivo y contaminante. “Las poblaciones locales no pueden seguir cultivando lo que se cultivaba”, precisa Vadillo. “El glifosato ya contamina hasta el viento”.
Incluso para quienes cultivan con tecnología agroindustrial, las tareas de cultivo y cosecha se vuelven cada vez más complicadas, autoritarias y difíciles. Ya no se trata solo de acceder a tecnología, sino de combatir las jerarquías que se imponen y las transformaciones climáticas.
A esto se suman otros problemas que también se opacan.
Una epidemia de dengue
La epidemia de dengue que Santa Cruz vivió desde diciembre hasta el mes pasado es un ejemplo de las crisis provocada por el despojo agroindustrial y del disciplinamiento fascista que vivimos.
En esta región enfrentamos epidemias de dengue cada año. Convivimos con eso. Pero este año ha sido feroz.
Durante los tres primeros meses de 2023 ya se habían registrado 14,000 casos y 43 muertes en Santa Cruz.
Resulta sorprendente que tras la pandemia mundial de los años previos no haya sido posible establecer una mínima gestión pública sanitaria.
Pasado el estridente paro-bloqueo cívico de comienzos de este año—que de por sí hizo tambalear la economía de las mayorías—llegó el dengue. Ninguna institución local, ninguna elite “defensora de los intereses de la región” ni tampoco el gobierno central estuvo a la altura que la gestión de esa nueva crisis sanitaria requería.
Una vez más, nos tocó a las mujeres solventar los gastos de la enfermedad y afrontar la carga del cuidado de los enfermos.
Pero de nuevo, las enfermedades tropicales y las epidemias fueron encapsuladas como problemas locales, borrando su origen en la deforestación y la expansión de los monocultivos. Por su parte, como durante la pandemia de Covid-19, la enorme carga de trabajo de cuidado fue convertido en un problema “doméstico”.
Si no logramos abrir la discusión articulada sobre los trabajos de cuidados, la salud y el despojo, así seguirán operando las políticas públicas en el futuro. Continuará la inexistencia de infraestructura pública mínima para paliar los efectos de estas epidemias.
Existen medidas que ayudarían a la prevención de las enfermedades que se dan en sabanas subtropicales, como Santa Cruz, devastadas por el avance agroindustrial, el monocultivo, el desmonte y los incendios. Entre ellas está la mejora de las infraestructuras de saneamiento, de la capacidad de drenaje para evitar inundaciones, de la calidad del transporte público y de mecanismos que brinden una respuesta más rápida y eficaz en caso de catástrofes naturales.
"Cuando una catástrofe golpea una ciudad, hay que recuperarla rápidamente. El suministro de agua, el alcantarillado y la recolección de residuos tienen que funcionar rápidamente para evitar la proliferación de enfermedades", escribe Christovam Barcellos, investigador del Laboratorio de Información en Salud del Instituto de Comunicación e Información Científica y Tecnológica en Salud de la Fiocruz, en Brasil.
Nada de eso está ocurriendo en Santa Cruz. Por ello, el dengue es una enfermedad que golpea a las ciudades que pagan las consecuencias directas del agronegocio.
El avance del despojo y las disputas políticas que se generan una y otra vez, exhiben que las élites cruceñas defienden con ocupación de las ciudades y con disciplinamiento de la población, únicamente sus propios intereses. Los intereses de quienes mandan.
El aprendizaje de los incendios
En estos años, si algo hemos aprendido, es que los miedos e incertidumbres que generan las crisis recurrentes potencian los procesos de fascistización social con identidades excluyentes, liderazgos únicos y miedos y odios exacerbados.
Lo hemos visto sobre todo en las regiones donde se experimenta mayor fragmentación política y social. Es en ese contexto donde nosotras estamos luchando.
Como mi compañera Tanja Tomichá insiste en recordar, en el año 2019 cuando casi la mitad del departamento de Santa Cruz se incendió por el avance agroindustrial, la elite local organizó un cabildo fascista para, según, nombrar la catástrofe.
Sin embargo, quienes hasta ese momento estaban dando la pelea por detener la violencia hacia el bosque, intentando apagar el fuego y brindando apoyo a quienes se veían afectados eran colectivos ambientales, feministas, bomberos y las personas de las mismas comunidades afectadas.
En un giro sorprendente, la misma élite agroindustrial corresponsable de la expansión de los incendios, arrebató los discursos de la lucha en defensa del bosque, separó su comprensión del avance de la agroindustria y logró imprimir a la indignación de la población un belicoso tinte electoral.
Eso detonó un gran proceso de desorganización de los esfuerzos colectivos en defensa del bosque. Cuando la derecha se apropió del malestar existente, lo que logró fue convertirlo en odio.
Insistimos en recordar aquel episodio para hacer visible una forma de operación política que neutraliza las capacidades sociales de lucha. Escondida detrás de un discurso de supuesta defensa del bosque, la élite cruceña enfatizó la defensa de su propiedad privada de la tierra.
Insistimos en recordar. Así como pasó con los incendios del 2019, puede pasar con la crisis del agua, la sequía, las inundaciones provocadas por los desmontes entre otros problemas que acarrean las mismas dinámicas de despojo y expansión de la agroindustria.
Insistimos en recordar porque las alianzas colectivas en defensa de la vida y de la Chiquitanía en su conjunto quedan opacadas y confundidas en medio de las caras múltiples de la violencia y la fascistización social.
A este ataque brutal al tejido de la vida nos estamos enfrentando. En la ciudad, lo percibimos cuando atravesamos con precariedad la epidemia de dengue y en los territorios, cuando se enfrentan las rápidas transformaciones impulsadas por el clúster soyero.
Los silencios sobre estas problemáticas, la mínima infraestructura estatal para cuidar los bosques, así como la promulgación de leyes en beneficio de la agroindustria muestran también el curso y el lugar del gobierno central ante los incendios.
Es en el despojo de tierras y aguas donde se producen los acuerdos entre élite regional y el gobierno del Movimiento al Socialismo después de los enfrentamientos políticos más agudos entre ellos.
¿Qué hemos aprendido?
En este contexto, ha habido un aprendizaje político muy potente entre quienes han sufrido y resistido los incendios y el avance de la agroindustria en sus territorios y también entre quienes se han organizado para estallar las lógicas partidarias.
Son tramas de lucha y sostenimiento que están activas en medio de las amenazas y las crisis.
Hemos aprendido también que los fascismos avanzan como los monocultivos: arrasando con la complejidad social en el tejido de la vida.
Se expanden imponiendo un orden monoproductor disciplinario. Tal expansión obtura las formas organizativas y vínculos diversos que se despliegan en la compleja trama de la vida.
Tal cual vivimos la ocupación fascista en la ciuda. Los montes de la Chiquitanía están ahora cercados por el agronegocio de la soya y el sorgo, por la madera, la ganadería, la explotación petrolera, las minas clandestinas y el tráfico de tierras.
No vivimos en tiempos apaciguados. Ya está acabando mayo y los incendios forestales que vuelven entre junio y agosto están a la vuelta de la esquina. Una vez más nos tocará enfrentar la destrucción del tejido de la vida. Lo sabemos y lo recordamos.
Sabemos también, que las epidemias y crisis económicas son resistidas más allá de los conflictos políticos que acaban en acuerdos para que el proceso de destrucción siga avanzando.
Nos toca dimensionar cómo seguir haciendo juntxs cuando la complejidad de la vida es lo que continúa en riesgo.