La lucha por una Palestina Libre, desde el bloque queer
Opinión · Steven W. Thrasher · 6 de noviembre, 2023 · Este artículo fue publicado originalmente en Mondoweiss · Read in English
El sábado 4 de noviembre, marché con el Bloque Queer de la Marcha Nacional en Washington para la Liberación de Palestina —un contingente idóneo para mí, ya que prácticamente empecé a escribir sobre Israel reporteando sobre la intersección entre los derechos LGBTQ y la libertad palestina en 2010.
No había un líder formal del bloque; las personas queer y trans simplemente recibimos un aviso de que, si queríamos marchar con otros queers, nos reuniéramos frente a la Antigua Oficina de Correos, en la Avenida Pennsylvania. Era un grupo variopinto, pero lo primero que observé fue que no había ninguna insignia arcoíris —las únicas banderas que vi en todo el día eran de color rojo, blanco, negro y verde— y noté que muchos carteles rechazaban tajantemente el pinkwashing (lavado rosa) sin siquiera tener que nombrarlo.
El pinkwashing es el fenómeno que países como Estados Unidos e Israel emplean para proclamarse superiores a Palestina por el trato que dan a las personas LGBTQ. Pero esta falsa superioridad moral lava de rosa las formas en que las personas palestinas LGBTQ no son bienvenidas en Israel (ni, cada vez más, en Estados Unidos), e intenta ocultar la brutalidad de sus vidas bajo el apartheid incluso antes del 7 de octubre. Y, como si sus propios gobiernos y fanáticos religiosos no ejercieran una letal homofobia y transfobia, el pinkwashing de Israel y Estados Unidos acusa a Palestina de ser una sociedad intrínsecamente homofóbica y transfóbica.
Como escuché recientemente decir en una charla al autor de Palestina queer y el imperio de la crítica, Sa'ed Atshan, el pinkwashing no sólo supone falsamente que la vida LGBTQ no existe en Palestina; también supone que los palestinos LGBTQ nunca son reconocidos por sus familiares o entre sí. Y así como el feminismo es necesario, sostiene Atshan, las sexualidades diversas son fundamentales para concebir la existencia de una Palestina libre.
Más relevante quizás para el alto el fuego por el que marchó el Bloque Queer ese fin de semana, el lavado rosa oculta cómo las fuerzas de ocupación israelíes torturan, matan de hambre y asesinan a diario a las personas LGBTQ en Palestina. Si sólo el 5 por ciento de los 2.3 millones de habitantes de Gaza son LGBTQ, quiere decir que al menos 115 mil palestinos queer están siendo aterrorizados en este momento y unos 500 han sido asesinados (eso sin mencionar a sus familias).
Esto ha sido desgarradoramente documentado por la gente de Gaza mediante Queering the Map, una plataforma comunitaria que “proporciona una interfaz para documentar de forma colaborativa la cartografía de la vida queer —desde las bancas de los parques hasta el medio del océano— con el fin de preservar nuestras historias y realidades en curso, que siguen siendo invalidadas, cuestionadas y borradas”.
En Gaza, las personas queer la han estado utilizando para honrar a sus muertos, publicar lo que imaginan que serán sus últimos mensajes antes de morir y hacer promesas de encontrarse después de la muerte. La teoría queer y la vida gay contemporánea se forjaron a la sombra de la muerte causada por el SIDA en los años 80; ahora, las personas queer de Gaza viven bajo una sombra de muerte mucho más urgente —una muerte que no vendrá en forma de un VIH gradual, sino en un instante, cuando caiga una bomba desde uno de los aviones o drones de fabricación estadounidense que constantemente sobrevuelan Gaza.
Sin embargo, como son palestinos, el lavado rosa intenta ocultar su necesidad de seguridad ante la comunidad LGBTQ global.
Los manifestantes de ese sábado no lo toleraron. Llevaban carteles con consignas como “Putos por una Palestina libre”, “Mujeres trans por Palestina”, “Gays asiáticos por Palestina” y “Sólo otro periodista negro homosexual enfurecido en favor de una prensa libre en una Palestina libre”. (Está bien, este último era mío.) Todos estos mensajes rechazaban el lavado rosa sin siquiera tener que denunciarlo directamente.
Un cartel, “Queers contra el apartheid israelí” me llamó la atención. Cuando yo era reportero del Village Voice en 2012, a un grupo del mismo nombre se le prohibió reunirse en el Centro LGBT de Nueva York, después de que el pornógrafo sionista Michael Lucas organizara a donadores adinerados para exigir su expulsión. Algunas de las personas que se opusieron al desalojo fueron las lesbianas judías Judith Butler, Sarah Schulman y Sherry Wolf.
Cuando la marcha por fin se empezó a mover, caminé junto a un colega que me encontré, el académico de estudios performáticos James McMaster, quien llevaba un cartel que decía “Gays asiáticos por Palestina”. Cuando el Bloque Queer empezó a mezclarse con el resto de los manifestantes, el cartel de James encajaba bien con los carteles anticoloniales —a veces desgarradores, muchas veces divertidos— que llevaban personas de todas las etnias, nacionalidades, razas, religiones y sexualidades.
Yo quería que la ruta pasara justo enfrente de la Casa Blanca, pero giró a la derecha una cuadra antes, en el parque Lafayette. Al doblar la esquina, encontramos dos imágenes que se me quedarán grabadas por el resto de mis días: un grupo que llevaba una lona con los nombres de los niños palestinos asesinados (que abarcaba casi una cuadra), y un grupo de mujeres que abrazaban pequeños bultos envueltos con telas, que simulaban ser niños muertos. Como rocas en un arroyo, las mujeres se mantuvieron fijas en medio de la Calle 14, haciendo testigos a miles de personas que pasaban a su alrededor.
Poco después, me topé con Sherry Wolf, una de las lesbianas que entrevisté hace unos doce años acerca del veto contra Palestina del Centro LGBT, quien sostenía un cartel que decía “Otra judía por una Palestina libre”. Doce años después, seguía insistiendo.
Para ese momento, el Bloque Queer se estaba disolviendo entre el gran río de cuerpos, y me salí de la ruta hacia la Plaza McPherson para encontrar a Roy Edroso, otro amigo reportero que estaba cubriendo la marcha. El parque había sido transformado en un bellísimo y espontáneo espacio de oración, en el que decenas de musulmanes entrelazaban sus brazos, se arrodillaban juntos y rezaban en dirección al este.
Observando el recorrido durante un rato, me di cuenta de que, mucho después de que pasara el Bloque Queer, seguían apareciendo carteles queer por toda la marcha. Por más millones que gaste Israel en campañas publicitarias de lavado rosa, como grupo oprimido —y al igual que la mayoría del pueblo estadounidense, incluso la mayoría de los republicanos—, las personas queer simpatizan con el pueblo palestino.
Y las personas queer estamos tan integradas en el movimiento por una Palestina libre como lo estamos en cualquier otro movimiento social. Me acordé de Bayard Rustin organizando la Marcha de Washington por el Trabajo y la Libertad en 1963, y también pensé en el mes pasado, cuando Jewish Voices for Peace (Voces Judías por la Paz) cerró la estación de trenes Grand Central. Rustin era gay, y muchos de los organizadores de la protesta de Jewish Voices for Peace eran queer. De hecho, la acción de Grand Central se basó en un cierre del mismo espacio realizado por ACT UP en 1991 para exigir más fondos para combatir el SIDA, y en otra protesta del mismo año en la que ACT UP interrumpió una emisión de las noticias vespertinas de la cadena CBS con un llamado a “¡Luchar contra el SIDA, no contra los árabes!”, en vísperas de la Guerra del Golfo.
“Lucha contra el SIDA, no contra los árabes”: esa consigna anticolonial sigue siendo relevante hoy en día, y la lucha común por la liberación queer y la liberación de Palestina están más entrelazadas que nunca.