Más allá de la aritmética de la igualdad
Opinión • 30 de septiembre 2023 • Raquel Gutiérrez Aguilar • Read in English
Hace muchos años, las feministas autónomas latinoamericanas—Mujeres Creando en Bolivia, entre otras—grafiteaban en las calles que “no hay nada más parecido a un machista de derecha que un machista de izquierda”. Hoy podríamos incluir algún ajuste en lo ya sabido para expresar que “no hay nada más parecido a un varón con poder que una mujer con poder”.
Muy parecidos entre sí, aunque quizá la diferencia efectiva que podemos hallar sea la mayor fragilidad política de las mujeres con poder que pueden ser atacadas desde un mayor número de flancos, incluyendo los personales.
Si bien en México desde hace ya varios meses la discusión en los medios de comunicación ha estado centrada en la selección de candidatxs por los distintos partidos y coaliciones, fue hasta el 6 de septiembre cuando las personas que aspiran al cargo de presidente de la república quedaron establecidas. “Destapadas”, se dice en el lenguaje político mexicano.
La novedad es que en esta ocasión tales personajes son mujeres. Claudia Sheinbaum será quien represente a Morena en la próxima contienda del 2 de junio de 2024. Xóchitl Galvez encabezará la coalición de la mayoría de los demás partidos con registro (el Partido de Acción Nacional, el Partido Revolucionario Institucional y el Partido de la Revolución Democrática). El Partido Movimiento Ciudadano todavía no define a quién postulará.
Que al menos dos mujeres sean contendientes a la presidencia de México el año entrante no es graciosa concesión de patriarcas empresariales o políticos. Es una de las derivas de la época de las luchas feministas recientes. Es la traducción devaluada desde el poder de la capacidad de muchísimos cuerpos volcados a las calles para repudiar y subvertir lo que existe, en particular, las violencias que enlutan calles y territorios.
Conviene tener claro el carácter maniobrero de la actual operación política de ampliación de la igualación formal de las mujeres. Conviene entender su insuficiencia y la muy probable banalización de la expresión “política de las mujeres”.
La aritmética de la igualdad formal en México
Mirando desde cierta perspectiva superficial, tener una mujer presidente en México se presenta como una enorme novedad lo cual, en cierta medida, es verdad. Aunque lo es, a mi juicio, únicamente por razones aritméticas, es decir, formales.
En México, las mujeres adquirieron derechos políticos hace tan sólo 70 años, en 1953. Sólo han habido 19 gobernadoras en el lapso de 100 años posterior a la Revolución Mexicana. Que al menos dos mujeres contiendan por la presidencia el año próximo parece significar un cambio relevante.
Pero si jugamos un poco con la aritmética del gobierno, la alegada novedad se vuelve más clara.
Considerando que los períodos de gobierno en los estados que integran la República son también de seis años —duración similar a los períodos presidenciales—, en 100 años han existido 16 gobernadores en cada uno de los 32 estados. Esto da un total de 512 gobernadores, de los cuales sólo 19 han sido mujeres: el 3.7 por ciento del total.
Se requiere un ajuste en estos números, pues la Ciudad de México sólo comenzó a elegir a sus gobernantes en 1988 y los territorios de Baja California Sur y Quintana Roo adquirieron la calidad de estados recién en 1974. Hasta las fechas señaladas, en tales entidades no había elecciones y los gobernantes locales eran designados por los presidentes de la república. Además, hay gobernadores que no terminaron sus periodos. Tomando en cuenta estos ajustes el porcentaje de mujeres electas como gobernadoras de estados de la república se eleva al cuatro por ciento.
La tendencia hacia una mayor ocupación de cargos políticos relevantes por mujeres se ha acelerado en los últimos cinco años. Hasta 2018, únicamente nueve mujeres habían sido gobernadoras en siete estados de la República: Colima, Tlaxcala, Ciudad de México, Zacatecas, Yucatán, Puebla y Sonora. Las otras 10, para alcanzar el total ya mencionado de 19, están actualmente en función de gobierno. De las actuales gobernadoras mexicanas, ocho pertenecen a Morena y dos al PAN.
Con tales cifras resulta evidente que, en los últimos años, en términos de la representación política se ha producido, efectivamente, una apertura hacia las mujeres. Una apertura formal, cuantificable, que empaña y confunde los contenidos políticos que se ponen a debate desde los movimientos feministas.
¿Qué significado tiene que más mujeres ejerzan funciones de gobierno?
Integrar mujeres para repetir formas de dominar, incluir mujeres para conservar intacto el modo de ejercer el mando. Así podrían resumirse los resultados del avance formal en el lento proceso de ampliación representativa que venimos rastreando. Aquel que, desde mediados de los 1980s, se ha llamado el camino de la “paridad de género”.
El trayecto ha consistido, básicamente, en exigir el derecho a que seres humanos con cuerpos distintos y/o disidentes a la masculinidad dominante puedan ocupar, también, cargos y puestos de dirección política anteriormente monopolizados estrictamente por cuerpos de varón.
Los cuerpos que han dominado estas estructuras han sido de varones generalmente propietarios “blanqueados” adscritos a culturas letradas e integrantes de estructuras verticales de organización del mando político, es decir, de partidos. En el caso mexicano, a lo largo del siglo XX, del PRI como partido de estado que representaba una coalición de intereses regionales y nacionales, o del PAN como estructura política empresarial integrada por familias patriarcales acomodadas.
Desde hace cuatro décadas, los cuerpos inicialmente llamados a ser parte en tal ampliación de la representación política fueron de mujeres. Después, el proceso se ha repetido varias veces abriéndose a otros géneros y a personas LGBTTTIQ+.
Lo significativo acá, para no caer en las confusiones a las que induce el dato numérico ya discutido, es tener claro que en todo este proceso se ha buscado incluir de manera subordinada la diversidad de cuerpos que somos en una rígida estructura históricamente sedimentada, codificada en términos liberales y por tanto, monoculturales. Esto es, en una estructura estatal organizada para reforzar la acumulación capitalista, contener las disputas inter-élite y desorganizar cualquier desborde a las convenciones y prácticas patriarcales que ordenan el mundo público.
La pregunta que cabe hacerse es, reitero, si la mera presencia de otros cuerpos en una institución altamente estructurada como es el poder ejecutivo a nivel de los estados o de la república—con funciones establecidas rígidamente, prerrogativas definidas y jerarquías claramente marcadas—es suficiente para trastocar tal estructura.
La respuesta es que no. No es suficiente.
Carla Lonzi, la luchadora italiana radical señaló con elocuencia hace casi cinco décadas la paradoja de la igualación formal. Supuesto desde el cual, años más tarde, se produjo la agenda de “paridad de género” con sus cuotas y sus mecanismos conexos.
Con mucha frecuencia, cuando las mujeres comienzan a escalar cargos en actividades públicas de gobierno suelen terminar convirtiéndose en “varones honorarios”, alertaba Lonzi. Su presencia no altera la estructura sino que ésta las absorbe evaporando, a la larga, cualquier diferencia.
Las luchas contra todas las violencias
En México y en muchos países de nuestro continente, el tiempo de rebelión feminista abierto en la última década volvió a poner en la agenda pública, con incansable energía, la lucha contra todas las violencias.
Su empuje ha permitido a muchísimas mujeres —de diversos orígenes sociales, ocupaciones, posiciones políticas y edades— recuperar palabras y energías vitales para expresar y confrontar malestares tan diversos como añejos.
La constelación de movilizaciones en los últimos años revitalizó el lenguaje a través del cual nombramos lo que sucede. Permitió recuperar tiempo para organizarse y crear, y activó la práctica de estar juntas en las calles junto a otrxs cuerpos disidentes.
Repudiando, en un inicio, la violencia extrema que enluta los hogares y parece no tener fin, los movimientos han enfatizado la experiencia de cuidarnos y brindarnos seguridad entre nosotras mismas. Toda esa energía ha sido leída desde el poder y ha contribuido, sin duda, a diagramar el escenario político actual.
La ocupación probable del mando político estatal por alguna mujer no es garantía de nada. Quizás, eso sí, valdría la pena que los movimientos feministas confrontaran a las candidatas en los temas más sensibles relativos a las múltiples y concatenadas violencias que se desparraman en el cuerpo social:
¿Qué harán en relación al creciente papel público y económico del Ejército, la Marina y la Guardia Nacional, instituciones verticales y patriarcales por excelencia? ¿Qué proponen para sacudir la producción sistemática de injusticia e impunidad que se opera desde fiscalías y juzgados? ¿Reorganizarán de alguna manera el apoyo y cuidado a las víctimas de la violencia desatada?
Estas son sólo algunas preguntas, entre muchas, que nos pueden ayudar a distinguir entre una política antipatriarcal que apuntale la liberación de las mujeres y los juegos de espejos de la “paridad política”.