En Ecuador, todas las armas apuntan a los pobres
Reportaje • Lisbeth Moya González • 6 de junio, 2024 • Read in English
Ismael Bernal Espinoza sabe mucho sobre la violencia, y lo sabe por haberla sobrevivido.
Bernal Espinoza es un joven afroecuatoriano del departamento de Esmeraldas, en la costa ecuatoriana. Para él, la militarización desplegada por el presidente Daniel Noboa no representa un punto de quiebre para los esmeraldeños, sino la acumulación de la labor de gobiernos anteriores y se remonta a 2018. Entonces “explotó un coche bomba contra el cuartel policial de San Lorenzo en Esmeraldas”, dice Bernal Espinoza. Como resultado del atentado hubo 23 heridos y 37 casas dañadas.
“En ese punto hay una ruptura de la seguridad nacional y comienza una ola de violencia que no para de aumentar”, explica Bernal Espinoza. La violencia en Esmeraldas ha sido una alerta temprana en un país que durante décadas fue considerado uno de los menos violentos de América Latina.
Eso ha cambiado de forma drástica durante los últimos dos años. El año pasado, Ecuador fue el país con mayor cantidad de muertes violentas de América Latina con 7,878 homicidios y una tasa de 46.5 por cada cien mil habitantes según la Corporación Participación Ciudadana. Este año la tasa de homicidios ha subido a 62, considerado muy alto según los estándares de la base de datos colaborativa Numbeo.
El 8 de enero, tras hacerse pública la fuga del líder de la banda Los Choneros, la violencia en Ecuador se volvió noticia a nivel mundial. Grupos del crimen organizado tomaron las cárceles, secuestraron a los guías penitenciarios e irrumpieron en un canal de televisión en Guayaquil.
El día siguiente, el presidente Daniel Noboa emitió el Decreto Ejecutivo 111, donde declaró un conflicto interno armado por conmoción interna, identificó como objetivo de la guerra contra el narco a diversos grupos del crimen organizado y decretó 60 días de estado de excepción nacional durante 60 días. En ese punto se agudizó la narrativa mediática y oficial de la seguridad y la lucha contra el narcotráfico y se desplegaron militares por todo el país. El jueves 7 de marzo el presidente ecuatoriano extendió por 30 días el estado de excepción y el 22 de mayo de 2024 decretó en estado de excepción a las provincias de Los Ríos, Guayas, Santa Elena, Manabí, El Oro, Sucumbíos, Orellana y el cantón Ponce Enríquez.
Bernal Espinoza dice que en Esmeraldas la criminalización es racializada, porque el Estado asume a todo un pueblo como criminales: “Cuando los militares hacen las redadas, no preguntan, no investigan quiénes forman parte de dichos grupos. Entran a Esmeraldas como lo hace el crimen organizado y todo ciudadano puede ser objeto de la violencia estatal”.
Estado de encarcelamiento
En los primeros dos meses tras el Decreto 111, más de 10 mil personas fueron detenidas (encarceladas sin sentencia) en Ecuador. Las últimas cifras que informó la prensa al respecto se remiten al 25 de febrero. En solo dos meses, las Fuerzas Armadas y la Policía Nacional dijeron que habían realizado 126,436 operativos a nivel nacional.
Las cárceles han sido otros espacios de extrema violencia y alerta temprana en Ecuador, donde hace años los impactos de la violencia se sienten con mucha intensidad. Según testimonios de familiares de las personas privadas de libertad, desde 2021, la violencia y violación de derechos humanos en las prisiones ha pasado del control del crimen organizado a ser perpetrada por los cuerpos represivos del Estado.
El censo penitenciario del Ecuador indica que en 2022 el más del 90 por ciento de las 31,321 personas que fueron encarceladas a las que se tuvo acceso eran hombres. La mayoría cumple sentencias por tráfico ilícito de sustancias, seguido por los delitos de robo u homicidio. El mismo censo indica que casi la quinta parte de las personas privadas de la libertad se encontraba sin sentencia.
Como pasa en todos lados, la violencia en Ecuador afecta en mayor medida a las comunidades históricamente vulneradas.
Pasa por la raza, la clase, la etnia, pero también por el género, ya que son las mujeres quienes sostienen y cuidan a sus familiares privados de libertad, mientras deben encargarse también de quienes están fuera de las cárceles.
La colectiva Mujeres de Frente ha trabajado dentro de las cárceles de Quito durante más de 20 años como un proceso de investigación y acción feminista antipenitenciaria. Con el paso del tiempo, su trabajo ha cobrado una relevancia a nivel nacional.
“Nuestros familiares han sido detenidos por ser afrodescendientes; mujeres que se dedican al comercio ambulante han sido perseguidas”, dijo Elizabeth Pino, integrante de Mujeres de Frente. “Quienes tenemos antecedentes penales tememos alzar la voz, porque sabemos que nos pueden acusar de terrorismo”.
Pino enfatiza que tras la declaración del país en conflicto interno armado han sido apresados o criminalizados muchos activistas. “Estamos viviendo un Estado de violación de derechos humanos”.
Luchas y militarización
Martha Collaguazo, también de Mujeres de Frente, denuncia que con la militarización el Estado garantiza la posibilidad de reprimir cualquier tipo de manifestación, ya sea obrera, de estudiantes o de los defensores de la naturaleza. También ha habido intentos de estigmatizar y criminalizar a Mujeres de Frente, dice, alegando que su lucha por los derechos de las personas privadas de la libertad es a favor de quienes integran los grupos de crimen organizado y por ende, contra el pueblo.
Otro ejemplo claro de los impactos de la militarización y la polarización desde el estado es en Palo Quemado, en el cantón Sigchos de la provincia de Cotopaxi, Ecuador. El 19 de marzo resultaron heridos al menos 20 comuneros cuando la represión policial se desató contra las manifestaciones de rechazo al proyecto minero La Plata de la empresa canadiense Atico Mining.
Ya el año pasado los comuneros habían protestado contra la instalación del proyecto y este 20 de marzo el Movimiento Indígena y Campesino de Cotopaxi anunció la activación de los guardias comunitarios de la parroquia, como forma de resistencia.
“Impusieron ese nuevo marco normativo y emplearon la represión contra la comunidad, violando incluso tratados internacionales”, dijo Fernando Cabascango, ex asambleísta del partido Pachakutik y comunero del pueblo Kitu Kara, refiriéndose al Decreto 111.
Cabascango aclara que, para su comunidad, la violencia no se trata de un fenómeno que comenzó por arte de magia a inicios de 2024.
“Desde la presidencia de Rafael Correa hubo casos de intervención militar en los pueblos y nacionalidades y esto se ha repetido en el resto de gobiernos”, dijo Cabascango en entrevista con Ojalá. “Las fuerzas represivas han sido utilizadas históricamente para entrar en los territorios y cumplir agendas neoliberales”.
La académica y activista Andrea Aguirre, quien también trabaja con Mujeres de Frente, sostiene que las lógicas de militarización y securitización que envuelven hoy a Ecuador, también atraviesan a las organizaciones de izquierda. La izquierda debate sobre los excesos de la violencia militar y racista, dice, pero avala la militarización como vía para garantizar la seguridad ciudadana.
El discurso hegemónico en torno a la seguridad en Ecuador se posiciona argumentando que militarizar y encarcelar son las vías para resolver el conflicto. Siguiendo modelos como Colombia y México, la política de lucha contra el narco sume al país en una dinámica punitiva donde los pobres son los criminalizables y el Estado no ofrece oportunidades para modificar la precariedad estructural.
Los pueblos y nacionalidades indígenas, los afroecuatorianos y Mujeres de Frente son algunas de las voces que plantean soluciones raigales a la violencia, en torno a la construcción de política pública efectiva y a un abordaje de la seguridad desde lo comunitario y los cuidados. Eso, porque sufren las consecuencias de la militarización en su piel. Porque saben que todas las armas apuntan hoy a los pobres.