Apoyo mutuo y feminista de cara a los incendios en Viña del Mar
Reportaje • Yasna Mussa • 29 de febrero, 2024 • Read in English
“Lo más importante es cuidar el lugar desde donde uno viene porque si no, ¿quién más lo va a cuidar?”, se pregunta Ana Paula Fuentes.
Está sentada en una silla de terraza sobre las cenizas de lo que hasta el primer fin de semana de febrero fue su casa. Han pasado días desde el mega incendio y unas tiendas de campaña dan techo a las tres familias que habitaban este terreno de Villa Independencia, en los cerros de Viña del Mar.
A donde se mire el paisaje es gris. Varias banderas chilenas ondean como recordando a qué corresponde este trozo de tierra donde el fuego arrasó con todo y sólo dejó retazos de lo que alguna vez fueron casas, en las que transcurría la vida cotidiana de más de 30 mil personas.
Fue el viernes 2 de febrero cuando las llamas comenzaron. Durante todo ese fin de semana ardieron los cerros, destruyendo gran parte de la ciudad y provocando la muerte de 134 personas. Fue hasta días después que se pudo controlar la mayoría de los focos. Más de 13 mil hogares fueron destruidos, convirtiéndose en la mayor tragedia que enfrenta este país en la última década.
Viña del Mar, ciudad costera a sólo una hora y media de Santiago, es conocida a nivel internacional por su festival de música, y como un lugar para vacacionar que atrae a un gran número de turistas nacionales y extranjeros.
Pero las postales que dan la vuelta al mundo destacando sus paisajes turísticos omiten las decenas de colinas en cuyas entrañas se expanden viviendas informales que se multiplican cada año.
Los llamados ‘campamentos’ son una realidad muy presente en Chile, con más de 113 mil de estos hogares, según datos entregados por la Fundación Techo-Chile en 2023.
A nivel nacional, Viña del Mar, también conocida como Ciudad Jardín, ocupa el primer lugar como la comuna con el mayor número de asentamientos informales que se reconocen en los márgenes. Han resultado lo más golpeado por los incendios y los últimos rincones a donde ha llegado la asistencia social de las instituciones municipales o del Estado.
Así lo asegura María Guerra, de 63 años, quien el mediodía en que sucede esta entrevista almuerza junto a su hijo y algunos vecinos en una banca improvisada en la estructura de lo que fue su hogar.
Justo antes de que el fuego consumiera todo lo que encontraba a su paso, Guerra estaba de visita donde su prima, cerro arriba. Vieron cómo las pavesas volaban de un lado a otro.
A lo lejos una enorme nube de humo negro cubría todo el cielo y, sin darse cuenta, las llamas ya habían alcanzado al Jardín Botánico, al otro lado de la calle. Fueron solo minutos los que tuvo para reaccionar y correr.
“El fuego llegó de la nada”, dice Guerra, aún sin convencerse de todo lo que ha pasado.
Hace 30 años llegó con su familia a lo que fue una toma de terreno y fueron armando sus casas con lo que pudieron y con lo que su capacidad económica le permitía a cada uno: mejorar el techo, conseguir electricidad, abastecerse de agua.
No había red sanitaria ni eran reconocidos por las autoridades, por lo que Guerra dice que nadie tampoco vino a limpiar las zonas de las quebradas del cerro llenas de malezas y basura inflamable. Las calles angostas siguen sin pavimentar, y tampoco fueron suficientes para que el día del mega incendio los camiones de bomberos pudieran acceder para apagar las llamas que destruían su casa y todo a su alrededor.
Aunque es una zona altamente sensible y vulnerable ante la posibilidad de un incendio, nadie los preparó ni los orientó hacia dónde escapar en el caso de una emergencia. El relato de Guerra coincide con lo que reveló el medio de investigación Ciper, que en un reportaje dio cuenta de que la municipalidad no contaba con un Plan de Emergencia Comunal actualizado ni tenía vigente su Plan de Evacuación.
El 5 de febrero el gobierno anunció la activación de un plan de ayudas tempranas, el que incluye un bono de recuperación de hasta 1.500.000 pesos chilenos (unos 1,500 USD), además de medidas de alivio tributario y de subsidio laboral. La administración del presidente Gabriel Boric también desarrolló un catastro de la afectación pública y privada, y habilitó albergues para recibir a los miles de damnificados.
Una olla solidaria
Berta Maureira está cortando una zanahoria y preparando el menú del día: arroz con pollo y ensalada. Bajo un toldo en la ladera del cerro, en el barrio Monte Sinaí de Viña del Mar, revuelve la olla. Junto a otras mujeres entregan desayunos, almuerzos y cenas a casi 300 personas que, al igual que ella, perdieron todas sus pertenencias materiales.
Su madre, Berta Vergara, con quien comparte el nombre y el sentido de solidaridad, reparte platos a una pareja de vecinos que se acerca a preguntar si aún alcanza para ellos. “Desde el primer día nos juntamos todos para poder salir adelante. Formamos este comedor”, dice Maureira. “Vienen vecinos de un lado y de otro para ayudar a picar y servir”.
Es difícil llegar hasta Monte Sinaí, un barrio empinado ubicado sólo a unos 10 minutos en coche desde el centro de la ciudad, aunque llegar hasta la cima en transporte público puede tardar más del triple del tiempo. La primera semana de febrero tomar el camión no era una opción, por lo que tuve que llegar en un taxi hasta una explanada donde se recibía la ayuda. El resto fue subir a pie por las laderas resbaladizas de tierra y piedra donde se encuentra el campamento.
Los caminos están cortados, los que aún quedan son muy estrechos y todo a la vista parece estar en vías de reconstrucción. Aunque las autoridades han habilitado albergues para alojar a los miles de afectados, muchos como Maureira, su madre y toda su familia prefieren quedarse en el lugar, durmiendo en carpas o en autos. Tienen miedo de que les quiten los terrenos que tanto les costó adquirir.
“Están casi listos para legalizarse”, dice Maureira, aludiendo al proceso de tener títulos formales para sus terrenos.
Esta no es la primera vez que se unen. Ya se habían organizado para la pandemia, formando un comedor itinerante y entregando alimentación incluso a gente de barrios al otro lado de la ciudad. Aunque hoy se han acercado algunas organizaciones médicas e instituciones locales, lo que más le preocupa a esta madre de cinco hijos es la salud mental de los niños y niñas que sufrieron el trauma de ver todo lo que conocían rodeado de fuego y humo.
“Los niños están mal. Les tocó ver la escena y arrancar con lo puesto”, dice Maureira con la voz quebrada. “Ver a sus padres desesperados y a la gente correr. Ver que algunos perdieron sus animales”.
Las redes feministas reaccionan
Una de las organizaciones feministas que se acercó hasta este rincón en Viña del Mar es la Coordinadora 8 de Marzo de Valparaíso, ciudad vecina ubicada a unos 15 minutos en coche y conocida por sus coloridos cerros que esta vez no sufrieron daños por los incendios.
La urgencia era sumarse a la cadena de solidaridad que surgía desde distintos ámbitos y resolver lo importante: necesidades básicas de los distintos aspectos de la vida cotidiana afectados por la emergencia.
Haciendo un despliegue sobre terreno, en contacto con las organizaciones de base, centros culturales, centros de acopio y espacios auto gestionados, fueron armando una red para identificar cómo y dónde aportar.
Desde aquel 2 de febrero, como organización feminista buscaron reflexionar y canalizar su preocupación por el abandono de la ciudad y las condiciones que permitieron que la tragedia fuese aún mayor —la sequía, la exclusión, las condiciones ambientales—, pero pronto notaron que debían actuar y canalizar la colaboración.
“Queríamos salir a denunciar pero nos dimos cuenta que estaba todo el mundo en la sobrevivencia”, dice Valentina Álvarez, vocera de la Coordinadora, quien agrega que el despliegue de las autoridades locales fue bastante lento, sobre todo en los sitios más lejanos, en la cima del cerro, donde casi nadie llega.
Por eso el desafío a mediano plazo es poder politizar las razones que están detrás del mega incendio. “Es importante hablar de que se trata de un modelo económico basado en la ganancia, que va generando las condiciones para que situaciones como estas sucedan”, explica Álvarez, refiriéndose a la sequía y lo que ella considera el saqueo del agua y bosques. “Nos han secado el territorio. Es evidente cómo el deterioro ambiental de la región se nota”.
Añade que el hecho de que tantas tomas y campamentos se vieran afectados tiene que ver con la falta de un Estado que asegure mejores viviendas. Muchos de los inmuebles destruidos eran de material ligero e inflamable. Casas prefabricadas de madera, construidas por los mismos habitantes. A veces levantadas con pequeños bloques de concreto intercalados con tablas; con techos de zinc, lámina y plástico.
“Este es un Estado que marginaliza y, por lo tanto, una persona pobre no tiene acceso a un crédito, por lo que ese tipo de habitación es lo único posible en este contexto”, dice Álvarez.
Con el paso de los días, de las semanas, las necesidades han ido cambiando, por lo que la Coordinadora 8 de Marzo de Valparaíso mantiene el contacto con dirigentes sociales y los vecinos. Destacan el rol que han tenido las ollas comunes en el corazón de la organización comunitaria, las que históricamente surgieron desde la coordinación de mujeres.
La emergencia fue tan general que en el apuro no hubo un plan con enfoque de género, aunque se fueron sumando campañas para reunir kits de higiene y resolver así las necesidades de personas menstruantes. También las organizaciones feministas se sumaron al tema de los cuidados, de colaborar con ayuda y contención a los niños y niñas afectados por los incendios.
Macarena Pizarro es muralista y activista de Las Kabras del Pinte, un colectivo comunitario compuesto por ocho mujeres y disidencias que realiza trabajo social en Viña del Mar, con énfasis en el arte y la cultura. Sus propias compañeras vivieron de cerca la amenaza de las llamas y todas, en bloque, se juntaron como un solo cuerpo para ayudar, dar una mano, un abrazo o lo que hiciera falta.
Luego que confirmaron que todas estaban bien, sus acciones fueron tomando mayor organización.
Desde entonces, Pizarro junto a su colectivo están presentes en los cerros para entretener a los niños. Realizan actividades y talleres de muralismo, pintura y malabarismo; cocinan en la olla común y pasan la voz para resolver las necesidades que van surgiendo.
“Vamos a pintar un mural grande con la consigna ‘El pueblo ayuda al pueblo’. Queremos embellecer el lugar porque la gente está triste, está asustada. Pasa un camión de bomberos y se ponen nerviosos”, dice Pizarro, ante la reacción que provoca en los vecinos el recordar y revivir el sonido de las sirenas que los trasladan a esa noche de caos y desesperación.
Por ahora, las organizaciones feministas y de base concuerdan en que uno de los desafíos es mantener la presencia de acciones sobre el terreno y de voluntarios que de a poco han ido disminuyendo. “No nos hemos movido del cerro y hemos intentado incluir a todos”, dice Pizarro.
Termina el verano chileno, la mayoría de la gente vuelve a sus trabajos o retoman las clases, por lo que la presencia solidaria en las zonas damnificadas es cada vez menor. “Uno de los desafíos a mediano plazo tiene que ver con la manera en que vamos a politizar esta emergencia, cómo vamos a leerla y organizarnos para avanzar”, enfatiza Álvarez.