Tambores, danza y rebeldía en Santiago de Chile
Reportaje • Madeleine Wattenbarger • 16 de febrero de 2024 • Read in English
El sonido de las trompetas y los tambores retumbaba en el barrio Yungay de Santiago de Chile mientras el crepúsculo lo envolvía con un resplandor dorado. Los residentes salieron de sus casas y encontraron a unas decenas de personas vestidas con trajes florales disparejos bailando una coreografía con pasos de cumbia y patadas, seguidas por filas de músicos tocando percusiones, instrumentos de viento y acordeones.
Un séquito de figurines enmascarados bailaba alrededor de la comparsa, sus cráneos de papel maché distorsionados en sonrisas exageradas. Una novia calavera sopló besos a los transeúntes y luego se ocultó detrás de un árbol para sorprender a un grupo de niños. Un niño pequeño gritó de emoción.
Marcaban la escena los tambores de varios chinchineros, percusionistas que cargan un bombo coronado con un platillo en la espalda y que tocan con una correa atada al pie, un estilo musical tradicional chileno heredado de generación en generación.
Cuando la Escuela Carnavalera Chinchintirapié, como se conoce a este grupo de bailarines y músicos, sale a la calle, ofrece algo más que canciones y bailes: reivindica un legado de resistencia que las élites chilenas están empeñadas en borrar.
Siguen los pasos de Violeta Parra y Víctor Jara, los cantantes de protesta más reconocidos de Chile. Los miembros de la Chinchintirapié portan los rostros de los desaparecidos en sus mangas y bordan los nombres de activistas asesinados en su vestimenta. Mientras desfilan, lanzan al aire volantes con imágenes de presos políticos, que los niños se abalanzan para recoger.
La presentación ambulante de esa tarde en el barrio Yungay fue un espectáculo en sí mismo. Pero también era una elaborada invitación al carnaval de La Challa, preparado para ese sábado por organizaciones barriales.
Una fila de niños se reunió para admirar el desfile en una barda afuera de un alto edificio de apartamentos. Gritaban y aplaudían; los carros detenidos en el cruce tocaban el claxon en señal de aprobación. Al caer el sol, el grupo regresó a la escuela donde había comenzado el desfile. Una mujer anciana con falda larga acompañó a la comparsa durante todo el camino de vuelta. “Chao, mi niña”, le grita a una figura esquelética vestida de madre. “¡Sábado, sábado!”
“¡Adiós, esqueleto, nos vemos el sábado!”, grita una niña.
Recuperar una cultura de resistencia
Rosita Jiménez es una mujer espigada de pelo largo y ojos brillantes de 50 años de edad. Ella fundó Chinchintirapié en 2006 junto con varios artistas y músicos. Bailarina y trabajadora social, se interesó por los carnavales en la década de 1990, mientras estudiaba danza africana y trabajaba en La Pincoya, un barrio de la periferia de Santiago.
Los carnavales estuvieron prohibidos en Chile durante casi dos siglos. En 1816, el gobierno chileno los prohibió, alegando que causaban “desorden y suciedad”. A excepción de las ciudades norteñas de Iquique y Arica, que eran parte de Perú cuando se prohibieron las fiestas, la historia de carnaval en Chile fue suprimida.
Durante la llamada transición a la democracia, Chile vio nacer el ahora próspero movimiento del circo popular callejero y sus primeras batucadas brasileñas. Y el renacimiento del carnaval se extendió por todo el país. La Pincoya fue una de las primeras comunidades en inaugurar su propio carnaval.
Jiménez empezó a visitar carnavales en países vecinos y vio cómo los festivales unían a las comunidades. Rastreó el hilo que conecta las Escolas do Samba de Salvador de Bahía, en el noreste de Brasil, las danzas andinas de Iquique y los saltos que caracterizan las murgas porteñas de las calles de Buenos Aires: cada celebración reforzaba las identidades culturales y las historias locales de su región.
Las nuevas compañías de carnaval de Chile incorporaron elementos de las tradiciones festivas de otras regiones. Jiménez decidió crear una comparsa que representara la identidad chilena popular, durante mucho tiempo menospreciada por el Estado.
Jiménez había estudiado danza folclórica chilena en la universidad pero, hasta donde sabía, la región central de Chile no tenía un equivalente a los tambores afrobrasileños o a las flautas andinas. Entonces se preguntó, ¿cómo sería una comparsa de carnaval característicamente chilena?
Encontró la respuesta una noche en la Plaza de Armas de Santiago, justo antes del Día de la Independencia. Vio cómo la policía obligaba a una familia de chinchineros a dejar de tocar en la plaza. En este acto de censura por parte de los carabineros, en vísperas de las fiestas nacionales, se repetía la prohibición originaria.
“Ése es el tambor que tenemos que recuperar”, pensó.
Jiménez y sus cofundadores establecieron la Escuela Carnavalera Chinchintirapié con un pequeño financiamiento del gobierno. El nombre viene de la jerga chinchinera: la correa que une el pie con los platillos se llama tirapié. Los chinchineros marcarían el ritmo de la banda de carnaval, un homenaje a la familia reprimida en la víspera de la fiesta patria.
El carnaval como placer y comunidad
Más de 30 estudiantes, músicos y artistas respondieron a una convocatoria abierta para participar en la Escuela, la cual se presentó por primera vez en el carnaval Mil Tambores de Valparaíso en septiembre de 2006. Dieciocho años después, la “Chinchín”, como se bautizó al grupo, ejecuta un amplio repertorio de música latinoamericana, desde la cumbia y el reggaetón hasta la cueca regional. La cantidad de miembros en el grupo ha oscilado entre 30 y 80 participantes.
La Escuela está organizada en comités y cuerpos de músicos, bailarines y figurines enmascarados. Sigue un riguroso programa de ensayos, reuniéndose hasta tres veces por semana durante la temporada de carnaval. Nadie paga por participar; cualquiera puede unirse, y todas las decisiones son tomadas en asamblea.
“Haces mucho trabajo gratis. La gente que está ahí, quiere estar”, dijo Clau Quipin, en una entrevista con Ojalá en Santiago. Ella se unió a la Chinchín en 2012 como figurín enmascarado y ahora baila. “El carnaval es súper subversivo”, dijo. “Siempre lo ha sido”.
La participación de la Chinchín en el carnaval difumina la línea que separa la fiesta de la protesta. Con frecuencia se presentan en lugares donde los habitantes tienen poco acceso a la música y la cultura. “En muchos de los lugares donde tocamos, es la primera vez que los niños escuchan un bronce”, afirma Magin Moscheni, que se unió a la escuela el año de su fundación. Forma parte de la compañía de figurines y encabeza el proceso de fabricación de máscaras.
Además de las celebraciones de carnaval, la Chinchín toca a menudo en protestas, marchas y otros eventos comunitarios.
Cada junio participan en la celebración del solsticio mapuche We Tripantu, en el barrio de La Copihue en Santiago.
El grupo también ha tenido que enfrentarse a la represión durante sus presentaciones. En una marcha del Día del Trabajo, fueron encapsulados por la policía en la avenida principal de Santiago. “Estábamos súper articulados y se empieza a decir, ‘¡sostengan, no provoquen, sostengamos!’”, dijo Moscheni. “El piquete de carabineros se fue. No supieron qué hacer con nosotros. Estábamos bailando y vestidos muy bonito, y se fueron”.
En otras ocasiones, la Chinchín no ha tenido tanta suerte: sus miembros se han enfrentado a gases lacrimógenos y cañones de agua e incluso han sido detenidos por bailar y cantar en público. “Exponemos nuestro cuerpo”, dijo Moscheni en una entrevista por Zoom. “El figurín se vuelve un cuerpo compartido que entregas a la calle”.
La Challa es para todes
Los espectadores inundaron las aceras del barrio Yungay a medida que se acercaba el inicio del carnaval de La Challa. Prepararon bolsas de confeti, que lanzaron en ráfagas sobre el desfile. Bandas de metales marchaban detrás de compañías de samba, bailarines andinos de Tinku y caporales bolivianos con bombines y trajes de lentejuelas.
La Chinchintirapié, vestida con sus galas de colores rojo y negro, cerró la procesión. Los esqueletos se abalanzaban sobre las cabezas de la gente, que se reía y les seguía el juego. Cuando la comparsa dobló la esquina, ya había una multitud detrás de ellos. Se unieron al coro de Arauco tiene una pena, la poética canción de protesta de Violeta Parra sobre la resistencia al despojo colonial.
Mientras caía la noche, el ritmo ancestral y rebelde del tambor del chinchinero resonaba por las calles del barrio Yungay. Con el tiempo, las calles quedaron en silencio. Tras un descanso durante el verano, la Chinchín volvería a ensayar, renovando el ciclo de la resistencia y la memoria.