Cómo la economía boliviana se hizo gas
Acrílico sobre papel © Sheep María.
Opinión • Stasiek Czaplicki Cabezas • 11 de abril, 2025 • Read in English
Desde hace semanas, Bolivia palpita al ritmo errático del desabastecimiento. El diésel y la gasolina llegan —o no— como espectros y las filas frente a las estaciones crecen y se encogen como si respiraran.
Nadie sabe con certeza si, o cuándo, arribará la cisterna, pero algo es indudable: suben los alimentos, el transporte, la ansiedad. Todo, menos las reservas internacionales en dólares. No huele ya a gasolina o diésel, sino al ocaso de un subsidio que, por obra de alquimia fiscal, sostenía uno de los combustibles más baratos del mundo.
Las cifras son nítidas, lo que no está tan claro es cómo se traduce eso en la vida diaria, donde el desabastecimiento, la especulación y la incertidumbre marcan el pulso. En Bolivia, el litro de diésel cuesta 56 centavos de dólar y la gasolina, 54, con la tasa oficial, esa ficción monetaria cada vez más alejada de la realidad callejera donde el boliviano vale la mitad.
Esos precios solo existen para quien logra conseguir combustible en los surtidores. Para el resto, se impone el mercado negro de combustibles, donde cuesta cuatro, cinco veces el precio oficial.
Entretanto, la economía boliviana avanza como sonámbula hacia el abismo, confiada —o resignada— en que también esta vez sobrevivirá. Este episodio de desabastecimiento, sin embargo, tiene algo de especial. No sólo por su severidad, sino porque, por primera vez, incluso los voceros gubernamentales —profetas del optimismo sin sustento— han tenido que admitir lo que todos sabemos: no hay dólares.
Sin dólares no hay gasolina. Sin gasolina, Bolivia se sacude como un viejo auto con el tanque seco, avanzando a sobresaltos, pero convencido de que aún le queda un poco de milagro económico en la reserva.
El fin del pensamiento mágico
Faltan divisas, sobran excusas. La inflación acecha: el año pasado se contuvo en un simbólico 9,97 por ciento, como si por pudor hubiese preferido no cruzar la barrera psicológica de los dos dígitos, pero hoy bordea el 15 por ciento. Mientras tanto, la narrativa oficial se arrastra con torpeza, cada vez más ajena al terreno que pretende explicar.
El gobierno culpa al legislativo por no aprobar nuevos créditos internacionales que —dicen— traerían, aunque sea por la puerta trasera, las divisas extranjeras que la economía necesita para no colapsar. Lo cierto es que nadie, ni en el poder ni en sus márgenes, ha esbozado una salida sensata, concreta o mínimamente creíble.
La idea de una terapia de shock se desliza con sigilo de profecía autocumplida. Va tomando cuerpo la posibilidad de que el próximo gobierno —que elegiremos en agosto— abrace el gran préstamo salvador del FMI. Y con ello, su habitual recetario: austeridad, recorte, y el ritual de apretarse el cinturón. En un país ya exhausto, lo que está en juego no es el ajuste, sino el riesgo de asfixia.
¿Y qué pasó con la bonanza gasífera?
Para entenderlo, es necesario un análisis cuantitativo, breve pero preciso y espero que no demasiado aburrido.
Desde 1997, Bolivia subsidia el precio de los hidrocarburos para la venta doméstica. Mientras la demanda interna era limitada y los precios internacionales relativamente bajos, esta política resultaba fiscalmente manejable.
A partir del 2007, la demanda interna comenzó a crecer sostenidamente. Entre 2011 y 2014, con precios internacionales por encima de $120 dólares por barril, el costo de importaciones supera por primera vez los mil millones de dólares anuales. Conoce una caída pasajera hasta 2018 y, desde 2021, se dispara, en paralelo al auge del oro y el agro. Hoy, importar hidrocarburos cuesta $3.000 millones de dólares al año, equivalente al ocho por ciento del presupuesto estatal. Casi la mitad de ese monto está subvencionado.
Por otro lado, Bolivia comienza a exportar gas hacia Argentina en 1972. Tras una pausa en los años 90, las exportaciones se reactivaron en el año 2000 en niveles de seis millones de metros cúbicos día (MMmcd), equivalentes a $121 millones de dólares anuales. Desde entonces crecen de forma sostenida. En apenas 14 años, las exportaciones se multiplicaron por más de ocho hasta alcanzar un récord de 50 MMmcd en 2014 ($6.011 millones de dólares). Mediante la “nacionalización’’ de 2006, el estado boliviano comenzó a captar una parte mucho mayor de esa renta gasífera. Consolidaron al gas como el pilar fiscal del país.
Desde el pico del 2014, la curva se invierte. En 2018 las exportaciones caen a 38 MMmcd ($2.970 millones de dólares) y, en 2024, entre 18 y 19 MMmcd ($1.614 millones de dólares), pese a que el volumen exacto aún no ha sido confirmado. Simultáneamente, la demanda doméstica continúa en ascenso, pasando de 5 MMmcd en 2005 a 14 MMmcd en 2024. Con las reservas actuales, según estimaciones oficiales, al país le quedarían entre cinco y 10 años de gas.
La ecuación es clara: la renta gasífera ya no alcanza para sostener el esquema actual de subsidios e importaciones hidrocarburíferas.
A esto se suma el deterioro de la balanza comercial. El oro es ahora el principal rubro exportador, pero de los tres mil millones de dólares generados por esta actividad, solo una fracción ínfima —$686 millones— sale del país por canales formales el año pasado. El resto se escapa por contrabando o subdeclaración.
El colapso de la renta gasífera
Los ingresos de la venta del gas se vieron afectados primero por la caída de la demanda regional. Argentina dejó de importar gas en 2024 y Brasil redujo significativamente sus compras. También hubo una caída de la oferta. En las últimas décadas no se han certificado nuevos descubrimientos importantes, a pesar de los $2.685 millones de dólares invertidos en exploración entre 2006 y 2019. Se anuncian nuevas inversiones y hallazgos, pero las reservas certificadas continúan cayendo.
En retrospectiva, la bonanza gasífera en Bolivia fue el resultado de factores favorables: altos volúmenes de exportación y precios internacionales elevados sostenidos por inversiones previas. Pero fue una oportunidad desperdiciada de diversificar la economía boliviana y avanzar hacia una salida real de la dependencia extractiva.
Imaginemos lo que se podría haber logrado si, en lugar de invertir más de $3.000 millones de dólares en la búsqueda infructuosa de gas, se hubiera apostado por desarrollar economías sostenibles basadas en productos amazónicos.
Desde 1997, el esquema de subsidios se mantuvo intacto: ni se recortó ni se limitó según el tipo de consumidor. El único intento serio de ajuste fue el fallido “gasolinazo” del 26 de diciembre de 2010, incrementos anunciados por el entonces vicepresidente Álvaro García Linera realizados sin consulta ni medidas de contención. La respuesta fue inmediata: paralización de las actividades económicas, protestas masivas y una rápida marcha atrás. Desde entonces, el tema quedó congelado.
Actualmente la minería aurífera y la agroindustria sojera consumen gran parte del combustible subvencionado, a la vez que aportan poco fiscalmente y repatrian pocas divisas por el Banco Central, a diferencia del gas en su auge.
Sobreviviendo la precariedad
Lo que sí crece en Bolivia más que la economía es la necesidad de inventar formas de sobrevivir en medio del deterioro. Hay más precariedad y menos certezas. Las noches paceñas vuelven a poblarse de vendedores ambulantes, muchos de ellos mujeres, que resisten con una manta en la acera y un puñado de productos entre el ruido de autos y las promesas rotas.
Al mismo tiempo, medio país está bajo agua. Las lluvias castigan con fuerza: ríos que desbordan, cultivos que se pierden, casas —y hogares— que se inundan. Y como tantas veces, son las mujeres quienes sostienen la contención del desastre. Remueven barro, salvan cosechas, calman a sus hijos, vuelven a empezar.
Frente a ese escenario, no es fácil navegar entre el miedo y la rabia.
Resuenan lejanos los bombos del carnaval, pero no se escuchan —todavía— los cánticos de protesta en las calles. Salvo por las feministas, que este año en Cochabamba optaron por adelantar su marcha del Día Internacional de la Mujer al 7 de marzo: el 8M coincidía con las celebraciones oficiales del carnaval. Una escena elocuente de estos tiempos: hasta la memoria debe anticiparse, hacerse a un lado, para no romper el hechizo festivo con el que momentáneamente se adormece el descontento.
No es que falten motivos para movilizarse: lo que falta es confianza. A un poco más de cuatro meses de las elecciones presidenciales, muchos temen que su enojo termine instrumentalizado por alguno de los tantos candidatos que desfilan sin lograr representar a nadie más allá de sí mismos.
En este presente erosionado, el que tiene trabajo teme protestar y perderlo. Y el que no lo tiene, cuida su energía para cuando no quede otra. La bronca se acumula, pero se administra. Se dosifica. Como si fuera las últimas divisas extranjeras de la reserva internacional: eco lejano de una bonanza dilapidada que, una vez más, no alcanzó para salir del viejo modelo primario-exportador.
Por ahora, se reserva.