Bolivia en llamas, mientras el agro crece
Opinión • Stasiek Czaplicki Cabezas • 15 de noviembre, 2024 • Read in English
En lo que va de este año más de 10 millones de hectáreas de bosques y ecosistemas no boscosos en Bolivia han sido devastados por el fuego. Este nuevo récord de afectación por incendios —un fenómeno al alza que se repite cada año desde 2019— equivale a quemar 66 veces la superficie de la Ciudad de México.
En total, se ha consumido el 10.6 por ciento de los bosques bolivianos, llevándose consigo flora, fauna, funciones hídricas y climáticas esenciales, además de poner en riesgo los conocimientos y medios de vida de las comunidades que los habitan.
Este año, cerca de 350,000 personas, en su mayoría de zonas rurales, han sido directamente afectadas. Estas poblaciones, predominantemente indígenas y campesinas, llevan años soportando la degradación de sus condiciones de vida, el éxodo rural y una constante lucha contra el despojo de sus territorios.
Ante esta catástrofe, el presupuesto estatal destinado a la atención humanitaria revela la falta de sensibilidad y negligencia de las autoridades: se asignaron apenas 5,027,324 bolivianos ($731,779 dólares a la tasa oficial, o $474,276 en el mercado paralelo) para cubrir las necesidades más urgentes, un monto que equivale a cerca de dos dólares por persona afectada. Afortunadamente, estas últimas semanas, los incendios se fueron apagando por las lluvias que llegaron.
Dieciocho años después de la llegada del Movimiento Al Socialismo al poder, urge un balance crítico sobre la crisis ecológica que atraviesa el país, especialmente en cuanto a la destrucción descontrolada de bosques y ecosistemas no boscosos. Exige abandonar las visiones románticas y reconocer los retos y contradicciones de un modelo económico que, en lugar de proteger la naturaleza y beneficiar a las comunidades rurales, ha intensificado la explotación, despojado territorios y reconcentrado el poder.
Bonanza, colapso y especulación
Para comprender la situación actual, es esencial remontarse a la primera mitad de la década de 2010, cuando Bolivia experimentaba los últimos momentos de su último ciclo de bonanza extractivista. En conjunto, las exportaciones bolivianas (principalmente de hidrocarburos, minerales y soya) cayeron aproximadamente un tercio desde sus máximos de 2013 a 2014 hasta 2020. Desde entonces, las exportaciones de oro y soya, impulsadas por precios internacionales récord (aunque sujetas a fluctuaciones importantes), aún no compensan las pérdidas en exportaciones de hidrocarburos, que continúan disminuyendo.
Este panorama se vio acompañado por el crecimiento de la clase media y un aumento en las importaciones, lo que generó un déficit comercial a partir de 2015, el cual solo se revirtió en 2020. Estas dinámicas, junto con otras políticas macroeconómicas, llevaron a una continua y alarmante reducción de las reservas internacionales, en dólares, desencadenando la actual escasez de divisas, encarecimiento de las importaciones, y una crisis en el abastecimiento de hidrocarburos importados.
Es en este contexto que el gobierno de Evo Morales decidió, a partir de 2013, incorporar la diversificación de la matriz económica como uno de los objetivos rectores de su Agenda 2025, la cual es hasta ahora un documento guía para la política macroeconómica. Uno de los pilares de esta transformación fue la expansión agropecuaria, con una meta explícita de triplicar el hato ganadero del país, lo que implicaría la conversión de millones de hectáreas de ecosistemas boscosos y no boscosos en zonas pecuarias. El entonces vicepresidente Álvaro García Linera propuso como meta estatal incrementar en un millón de hectáreas anuales la superficie cultivada, con el fin de triplicar hasta 2025 las áreas agrícolas existentes.
Estas políticas se conectan con el fuego: la quema es una técnica crucial en la expansión de las zonas agropecuarias. La regularización y eliminación de restricciones socio-ambientales para el desmonte e incendios ilegales mediante la adopción entre el 2013 al 2019 de una serie de normas conocidas en Bolivia como el paquete de leyes incendiarias ha sido esencial para alcanzar las metas fijadas. Estas normas establecieron, por ejemplo, multas por quemas ilegales de hasta $2 por hectárea, mientras que la multa por desmonte ilegal permanece, hasta la fecha, a solo $0.20 por hectárea desde 1996.
El sector agroindustrial y ganadero se ha beneficiado de inversiones por parte de los fondos de pensión y de subvenciones generosas a través de una inversión pública del orden de $1,500 millones. El resultado es claro. La expansión agropecuaria se disparó y pasó de un crecimiento de 208.805 hectáreas en 2015 a un crecimiento de 1.203.206 hectáreas en 2023.
En conjunto, la expansión agropecuaria en Bolivia y sus profundos impactos socioambientales son el resultado de una política deliberada, diseñada no solo para permitir sino para fomentar una expansión sin precedentes del sector. Los incendios son la consecuencia más visible de los poderosos intereses que acechan los bosques y sus tierras, y que, en un contexto de cambio climático, consumen los ecosistemas cada vez más fragilizados.
El agro creciendo y la tierra en llamas
El principal impulsor de la expansión de la frontera agrícola ha sido el sector ganadero (57 por ciento) seguido por la agricultura mecanizada, principalmente de soya (17 por ciento). A su vez, el desmonte está claramente dominado por intereses empresariales. Se estima que entre 2019 y 2023, se han perdido cerca de 1.5 millones de hectáreas de bosques (y una cantidad similar de otros ecosistemas), un nivel de destrucción sin precedentes.
Investigaciones sobre la tenencia de la tierra deforestada señalan que alrededor del 60 por ciento de las áreas deforestadas en los principales frentes de expansión son propiedad de grandes empresas. Los pequeños productores y comunidades indígenas —tradicionalmente residentes de estas zonas— tienen una participación mínima y suelen ser desplazados o absorbidos por el crecimiento agroindustrial.
En medio de esta expansión, el sector de la soya boliviana enfrenta una crisis sin precedente. Las exportaciones de soya han caído en un 40 por ciento desde el 2023, afectadas tanto por la baja de los precios internacionales como por una disminución en producción, atribuida a la sequía relacionada al cambio climático y a la pérdida de ecosistemas.
Esto ha reducido el flujo de divisas hacia el país y expuesto la fragilidad de un modelo agroexportador dependiente de un solo cultivo. Frente a esta situación, la expansión ganadera —impulsada por la demanda china y por cuotas de exportación renegociadas continuamente al alza— ha cobrado mayor relevancia.
En los primeros ocho meses del año 2024, las exportaciones de carne alcanzaron aproximadamente 160 millones de dólares, lo que apunta a un año récord. Este crecimiento ocurre en el contexto de una renovada alianza entre el sector agroempresarial y gobierno nacional, ilustrada por el acuerdo de 10 puntos firmado en febrero del 2024, con el objetivo de aliviar la escasez de divisas. En plena tragedia de los incendios que azotan al país este año, el gobierno lanzó una nueva serie de medidas de apoyo al agronegocio, enfocadas principalmente en abaratar sus costos.
Mientras se reducen barreras para el avance del agronegocio, no se han tomado medidas significativas para frenar de forma efectiva los incendios y desmontes ilegales, que siguen creciendo sin control y con costos ambientales y sociales elevados. Detrás de la expansión del desmonte no solo existe un interés en la producción agropecuaria, sino también en la especulación comercial y financiera de la tierra.
En muchas áreas del país, la deforestación es solo el primer eslabón en una cadena especulativa. Los terrenos desmontados adquieren mayor valor comercial y se convierten en activos financieros, siendo revendidos o utilizados como garantías para acceder a créditos bancarios y otros mecanismos de financiamiento grises. El negocio especulativo de la tierra beneficia a un pequeño grupo de actores empresariales, mientras genera impactos socioambientales negativos y desplaza a comunidades locales.
Hoy Bolivia se encuentra en una encrucijada. La trayectoria actual, que prioriza la expansión del agronegocio, profundiza la dependencia del país en un modelo de desarrollo agroexportador y ecocida. Si bien puede generar ingresos en el corto plazo —especialmente para las empresas que dominan el sector— también conlleva graves riesgos y consecuencias socioecológicas.
La continua pérdida de biodiversidad, el desplazamiento de comunidades y el aumento de la vulnerabilidad climática son costos que no pueden ignorarse. Sin embargo, hasta ahora, ninguna de las fuerzas políticas en Bolivia parece estar dispuesta a replantear este rumbo. La falta de una visión alternativa sugiere que el país continuará avanzando hacia un modelo extractivo que, en última instancia, amenaza con exacerbar la crisis ecológica y profundizar las desigualdades sociales.