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De elecciones y desorganización

Ilustración de Paz Ahumada Berríos para Ojalá.

Opinión • Raquel Gutiérrez Aguilar • 9 de junio, 2023 • Read in English

De las elecciones en Paraguay al voto por los nuevos encargados de asegurar la continuidad de la constitución pinochetista en Chile, en Ojalá hemos estado poniendo atención en las profundas contradicciones entre la política electoral y otras formas políticas que se despliegan desde las luchas.

En los eventos políticos “oficiales”—centrados en el estado—se vuelve a constatar tanto la fuerte inclinación de quienes votan hacia las opciones de derecha como la indiferencia hacia los procesos electorales expresada por quienes no acuden a las urnas o anulan su voto.

Los procesos electorales se superponen a las luchas que se gestan desde la sociedad, las ocultan y desorganizan. Se recodifican las exigencias de las luchas, alterando los lenguajes y contenidos que éstas ponen en juego. Desde la política oficial, o bien se prometen soluciones siempre incompletas o las exigencias hechas desde la sociedad se establecen como amenaza a ser reprimida. Gladys Tzul Tzul y Simón Antonio Ramón han documentado con claridad cómo esto ocurre en Guatemala.

En México, durante las últimas semanas el debate público en los medios estuvo saturado con la información de dos procesos electorales a nivel estatal: en Coahuila —donde una vez más ganó una coalición en torno al Partido Revolucionario Institucional (PRI), que ha gobernado la región ininterrumpidamente durante casi un siglo— y en el Estado de México, donde prevaleció la candidata del actual partido oficial, Morena. Esto fue así pese a la grave profundización de la violencia en Chiapas, donde se intensificaron ataques armados perpetrados por grupos paramilitares contra bases de apoyo zapatistas y población indígena desplazada.

Notamos que desde el mundo político oficial hay un afán profundo y sistemático por desorganizar los esfuerzos desde abajo tanto para entender y discutir los problemas más hondos de la reproducción de la vida, como para construir capacidades colectivas que permitan darles cauce o intervenir en las decisiones sobre asuntos generales. 

Y sobre eso creemos que es útil seguir pensando.

Las luchas contra la desaparición, la injusticia, la precariedad, el despojo y las duras condiciones de vida vuelven a sintetizarse “por arriba” durante los procesos electorales, en la competencia entre segmentos confrontados de las élites.

Estamos viviendo una desconexión cada vez más brutal entre las actividades y prácticas de lo que se llama “la política”, que giran alrededor de la actividad estatal—de la elaboración de leyes, la organización del gobierno y la administración de justicia—y el amplio y contradictorio mosaico de asuntos que se relacionan con la reproducción de la vida.

Una y otra vez, se ejerce una inmensa presión—administrativa y mediática—para que el terreno de la política formal sea el único espacio donde se discutan y resuelvan los “asuntos públicos” que son de interés general. La relación que se establece entonces entre gobernantes y quienes se ven atrapados en las consecuencias de sus decisiones es de desprecio y de sordera. 

Algunos deciden, porque son parte de cerradas y jerárquicas estructuras organizativas—hoy llamadas partidos—sobre las condiciones en las que muchísimxs tendrán que realizar las interminables tareas que garantizan su vida material en condiciones siempre bajo amenaza de empeorar. Así se ha organizado la esfera política en la larga y amarga historia del capitalismo patriarcal de herencia colonial, aunque ahora tal situación se vuelve cada vez más rígida.

La trampa estadocéntrica

Hay una separación radical entre la actividad política formal y las necesidades y exigencias que brotan desde la reproducción de la vida en su conjunto. Conocemos, además, un conjunto de falaces argumentos que afirman que es posible restaurar tal separación, a través de que algún líder carismático se auto-proponga como “solución” a todos los problemas.

Ése es el camino de los progresismos que, replicando mecanismos de representación política delegada y “en ausencia”, tal como explica Diego Castro, lo que hacen, a la larga, es desconocer las capacidades de lucha de diversas tramas sociales en pugna, debilitando sus formas organizativas. Concentran tales capacidades en políticos y expertos de tiempo completo fieles al “líder” y a su partido político.

Las promesas de los progresismos latinoamericanos que han sido gobierno durante las últimas dos décadas han transitado, justamente, ese camino: pedir—o forzar—la adhesión incondicional de “los votantes” ofreciendo que lograrán “mejorar” la situación, sin lograrlo en realidad. Su desempeño ha sido claramente insuficiente, cuando no contradictorio o directamente incapaz.

Es verdad que tales gobiernos “progresistas” han sido duramente atacados por el capital financiero global, así como por los segmentos de la sociedad más enriquecidos que concentran inmensos privilegios privados, como las concesiones de tierras y aguas que se superponen y contradicen a los intereses generales. El problema no está—únicamente—en las intenciones de tales gobiernos, está en las prácticas, estrategias y formas políticas que implementan para lograr sus fines.

Desconocen con soberbia la fuerza que los nutre, que proviene siempre de las habilidades para la intervención pública y de las capacidades políticas que se practican y cultivan en el amplio mundo de la reproducción. Cuando se atrincheran en sus oficinas gubernamentales, se dan cuenta de su impotencia y se empeñan en ocultarla. Siguen entonces un zigzagueante trayecto de frágiles pactos con sus hasta entonces enemigos: es un camino sin retorno.

En casi todos los países que han sido gobernados por partidos “progresistas”, los problemas más duros que ocurren en el mundo social—y que en Ojalá vamos poco a poco documentando—parecen no hallar solución aun cuando se supone que son “aliados” quienes ocupan tal esfera de la política y del estado. Esto vuelve muy confusa la situación política en su conjunto.

En algunos casos, cuando en algún país hay gobiernos progresistas, quizá, se descomprime un poco la presión ejercida sobre el mundo de la reproducción de la vida, aunque esto siempre ocurre de una manera frágil y muchas veces imponiendo despreciables y asimétricas condiciones de intercambio: lealtad por beneficios acotados.

Así, hasta ahora, la mayoría de los quienes optan desde la izquierda por caminos electorales y se afianzan a través de prácticas políticas delegativas, que se refuerzan en los recurrentes procesos electorales, no atinan ni siquiera a nombrar los límites a la depredación capitalista que las propias luchas van estableciendo.

No han logrado limitar el saqueo industrial del agua, reorganizar las formas en que se establece la posesión y uso de la tierra ni facilitar el acceso a la vivienda. Tampoco halla límite la super explotación de lxs trabajadores cada vez más precarizadxs, ni la criminalización de la migración; menos se sanean las prácticas a través de las cuales se administra justicia.

Hay también problemas muy hondos en la manera como se organiza la educación de las generaciones más jóvenes y la cantidad de recursos que se destina para ello, o en las formas en que se brinda —o no— atención médica y cuidados para la salud de una inmensa cantidad de personas. 

Todo eso mientras el gasto militar y securitario sube, blindando a los estados —sean estos liderados por la izquierda o por la derecha— de las amplias acciones de protesta y lucha feminista, así como de la tenaz defensa comunitaria de bienes bajo constante amenaza de privatización.

Esta amplia gama de asuntos de interés general, mirados desde la vida cotidiana y los duros procesos de sostenimiento de la reproducción de la vida, generan luchas y reclamos en torno a su gestión. Estas luchas chocan contra muros de desprecio desde las instituciones, cuando no con acciones abiertamente violentas que en los hechos tienen un feroz efecto disuasivo y disciplinador. Y esto ocurre, insistimos, en gobiernos tanto directamente de derecha, como también en los de izquierda.

Sin embargo, los procesos electorales reaparecen en agudos momentos de lucha, como nudo duro de la política estado-céntrica que se repite.

¿Hay responsabilidad de la izquierda oficial en el avance de la derecha?

La política estadocéntrica organizada en torno a elecciones y planes de gobierno—aun si presumen de “progresistas”—ha sido, cuando menos, insuficiente en comparación con el tamaño y profundidad de la crisis de la reproducción que estamos soportando.

Para entender el problema del nítido avance de la derecha en recientes procesos electorales, convendría que el progresismo deje de negar tanto las violencias estructurales que se expresan en las políticas extractivistas y en la sobre-explotación que desgarra a las sociedades, como la violencia contrainsurgente que se desparrama de manera confusa depredando la vida cotidiana para asegurar la continuidad de los negocios. Si no asumen su impotencia y la insuficiencia de sus acciones, en el terreno electoral la derecha seguirá avanzando.

Cuando los progresismos niegan su impotencia y nos aturden con justificaciones sobre lo que “no logran” porque son reiteradamente atacados—que efectivamente lo son—lo que hacen es quedar atrapados en la trampa estadocéntrica. Ellos en primer término y, lastimosamente, arrastrando a muchos más hacia los límites establecidos por la propia dinámica del capital.

Para alumbrar este inmenso problema con otra luz, es útil formular a modo de premisa lo que vemos repetirse: los procesos electorales—y también gran parte de las políticas públicas que los gobiernos electos implementan—se han convertido en una trampa para desorganizar nuestras capacidades de intervención pública y nuestras luchas.

Tanto la democracia procedimental como el régimen de partidos que le es funcional opera, en los hechos, como un mecanismo de brutal reducción de la vida política. No podemos desconocer que la forma política dominante de organizar la vida pública sigue estructurando las condiciones de la vida cotidiana y estableciendo la satisfacción precaria de necesidades básicas de una manera que nos vuelve dependientes y deudores. 

Pero no podemos quedarnos ahí para simplemente seguir haciendo funcionar el mecanismo de repetición.

Un eficaz dispositivo desorganizador se sostiene en medio de la inmensa confusión inducida por la superposición de aquello que es disputa política a través de reducirla a mecanismos administrativos, que se supone que lograrán dar cauce a la solución de los problemas más álgidos.

La concentración de múltiples capacidades políticas en el estado es, pues, un problema. Hay que lidiar con ello. Repudiar el desconocimiento de otras múltiples prácticas políticas que se generan y recomponen en torno a la defensa de la vida colectiva es un inicio. Desde ahí se encamina nuestro afán de hallar antídotos para eludir la trampa estadocéntrica.