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La disputa por el cambio en Colombia

Un manifestante sale a apoyar al Presidente Gustavo Petro en las marchas por el día del trabajo en Bogotá, Colombia, 1 de mayo 2023. Foto: Daniela Díaz.

Opinión • Por Diana Granados Soler y Sandra Rátiva Gaona • 22 de junio, 2023 • Read in English

Hace un año, Gustavo Petro y Francia Márquez ganaron las elecciones en Colombia con el apoyo de sectores populares movilizados en el Paro del 2019 y en el estallido social de 2021. Alcanzaron la victoria en alianza con los sectores políticos del espectro democrático y de izquierda del país. 

Desde entonces, su gobierno ha enarbolado un importante liderazgo para políticas de transformación social y económica. Por ejemplo, en la agenda ambiental supera de lejos el extractivismo progresista que vimos en Venezuela, Argentina, Brasil, Ecuador, Bolivia y México. 

Las ministras de ambiente Susana Muhamad, y de minas y energía Irene Vélez Torres, han logrado posicionar discursos como el decrecimiento, o una mirada social de la crisis climática en la agenda del Estado y de las relaciones internacionales. 

En términos concretos, el gobierno de Petro y Márquez planteó cuatro reformas que a su juicio serían necesarias para garantizar cambios sustanciales: tributaria, salud, pensional y laboral. 

Adicionalmente, se presentó una propuesta de ley para el reconocimiento de los derechos del campesinado que fue aprobada y seguramente será ley de la República. Al término del presente periodo legislativo que se cumplió el 20 de junio, el proyecto de regulación de uso adulto del cannabis no fue aprobado por falta de mayorías y el proyecto de reforma laboral ni siquiera fue considerado para su discusión.

Los textos finales de las reformas dependen de los acuerdos políticos que logre gestionar el gobierno con los partidos. La coalición política que había logrado el Pacto Histórico para llegar al gobierno es frágil, y varios partidos que se habían declarado aliados del gobierno han girado sus posiciones para consolidarse como independientes o parte de la oposición. 

Por otra parte, las intenciones de ejercer políticas públicas a través del Plan Nacional de Desarrollo, para adquirir tierras y dar cumplimiento al acuerdo de Paz del 2016, y de transformación del sector de hidrocarburos para liderar la transición energética justa, han sido entorpecidas por los grupos de poder hacendatario y energético.

Un proyecto de izquierda en un estado atravesado por la derecha

“El cambio es más difícil de lo que pensábamos”, dijo Petro en entrevista el mes pasado.

El discurso ultraconservador y anticomunista que las derechas y la oligarquía colombiana han alimentado e institucionalizado en el Estado, en sus fuerzas armadas y en un amplio sector de las frágiles clases medias del país, emerge reaccionario ante los esfuerzos del gobierno de Petro. 

El pasado 26 de abril, y a tan solo nueve meses de gobierno, el presidente Petro decidió retirar a siete de sus ministros y ministras, algunos de los cuales claramente habían contrariado públicamente el espíritu “transformador” de sus reformas. Eso implicó de facto deshacerse de sectores políticos del centro liberalismo. 

A partir de esta decisión hemos visto virar el discurso del presidente. El 1 de mayo y el 7 de junio del año en curso, Petro instó al pueblo a defender las reformas y aseguró que el gobierno llegaría hasta donde el pueblo quisiera. 

Este mensaje podría señalar dos aspectos claves. 

El primero, que Petro y el ala del gobierno más cercano a un proyecto político a favor de las mayorías populares entiende que sus reformas no serán lo suficientemente transformadoras porque para ser aprobadas deben ser negociadas. En dicho proceso la correlación de fuerzas no permite al gobierno hacer los cambios que quiere. 

Segundo, que la oposición y el bloqueo a las reformas es creciente y no solo proviene del Congreso, también del empresariado y de otros sectores oligárquicos del país. Son sectores que se han opuesto decididamente a la reforma laboral y pensional, así como a la transición energética argumentando que está hecha para perjudicar sus intereses.

El fiscal general de la nación es un reconocido aliado de sectores políticos de derecha, y ha emergido como el antagonista político de Petro. En Colombia la fiscalía es el ente investigador de la nación y hace parte de la rama judicial. Por lo tanto tiene total autonomía respecto a la rama ejecutiva, aunque su elección la realiza el Congreso de la República de una terna propuesta por el presidente. El actual Fiscal Francisco Barbosa resultó postulado por quién fuera su amigo de universidad Iván Duque, expresidente de Colombia

A pesar de las múltiples denuncias por corrupción e incumplimiento de sus funciones, Barbosa ha logrado presentarse como un defensor de ciudadanos inermes contra las supuestas arbitrariedades y violaciones de derechos humanos que estaría cometiendo el gobierno “dictador”. 

Representa no solo a un sector reaccionario y conservador de la sociedad, sino también la posibilidad de configurar eso que Petro ha llamado abiertamente “un golpe blando” que dadas las recientes experiencias de Brasil y Perú, no pueden minimizarse. 

A este contexto se suman las narrativas poderosas de los medios de comunicación masivos que se encargan de explotar al máximo conflictos y tensiones entre sectores del Pacto Histórico y presentar todas las tensiones como crisis sin precedentes en la historia nacional.

La matriz mediática parece exacerbar la sensación de caos e inseguridad por la supuesta “falta de mano dura” del ministro de defensa Iván Velásquez. 

Otro frente discursivo impulsado por sectores políticos de derecha como el partido Centro Democrático han intentado movilizar en la opinión pública mensajes racistas que sitúan a la vicepresidenta Francia Márquez como una persona incapaz, malhumorada, prepotente y despilfarradora de los recursos públicos. Estos discursos ahondan en la dimensión profundamente racista que atraviesa a grandes sectores de la sociedad colombiana.

Los límites del Estado

Este Estado diseñado y construido para los intereses de los poderosos, está atrapado en la Constitución del 1991, que es garantista y reconocida internacionalmente por su carácter progresista. A la vez, la carta magna está entrampada en una institucionalidad llena de viejos funcionarios públicos corruptos o en el mejor de los casos indolentes a las necesidades reales de un país empobrecido, agobiado por la guerra, y profundamente desigual y discriminador. 

Este es quizá—junto a la guerra—el mayor de los retos de este gobierno, que llegó con toda la alegría de los pueblos que le apoyamos, pero que muestra una vez más, para corroborar varias tendencias de los progresismos latinoamericanos, que no es suficiente “ganar” las elecciones. 

La administración de un Estado es muy costosa a los proyectos políticos alternativos y a las organizaciones sociales y populares, que delegan a sus mejores hombres y mujeres a ocupar cargos públicos. Eso debilita la propia capacidad de organización y de movilización, al vaciar de liderazgos a las regiones, mientras el paramilitarismo y la derecha se fortalecen.

Por otra parte, tenemos la guerra que no se acaba. Cada día está más alimentada por unas dinámicas internacionales que no solo presionan el mercado de la drogas, sino de otros mercados ilegales, como el del oro, el de armas o incluso de personas en el marco de una crisis migratoria planetaria. 

La dinámica de la guerra en Colombia retoma nuevos ímpetus en territorios como el Cauca, Chocó, Catatumbo, Caquetá o Arauca, y amenaza con amplificar sus alcances. 

A pesar del hartazgo de la guerra, es fundamental seguir defendiendo y produciendo condiciones para una salida negociada del conflicto armado con la insurgencia. Eso requiere diferenciar claramente las causas beligerantes de la guerrilla de los negocios transnacionales que mueven a los ejércitos del crimen organizado. El campo popular no puede renunciar al derecho de la desobediencia.

Finalmente, debemos recordar que además del estremecedor ámbito de la política institucional y de la disputa por transformar al Estado, existe una serie de disputas sociales, culturales y territoriales que siempre ha liderado el campo popular, como la construcción de autonomía alimentaria, el cumplimiento de los derechos de los pueblos indígenas, negros y campesinos, la educación superior pública con garantías, la lucha por una vida libre de violencias machistas y patriarcales, entre otras. 

Es este campo popular, el que ha defendido la vida desde las masacres del paramilitarismo, que ha construido movimiento y agenda política desde los pueblos, que impulsó y apoyó los acuerdos de paz como salida negociada al conflicto, que ha resistido al neoliberalismo y al extractivismo devorador. 

A pesar de todo pronóstico ha logrado construir alternativas, economía local, organizaciones de base y entramados para la vida; desde este campo popular. Debemos sostener la mirada y los esfuerzos por fortalecer la autonomía de las organizaciones y los pueblos. 

Ante el fortalecimiento de la derecha política y de la derecha armada, son nuestras organizaciones y la política plebeya—esa de asambleas de tres días y de ollas comunitarias—que no pasa por el Estado, nos permitirá seguir existiendo, resistiendo a la guerra que nos impone el capitalismo y que seguirá gestando nuevas economías, territorialidades y formas de disputar el futuro del país.